La figura paterna tiene una importancia relevante en la formación del psiquismo del niño. El padre como principio de autoridad y representante del orden y de la ley está llamado a respaldar la autoridad materna estableciendo de esta manera una jerarquía en la relación del niño con la madre.
La presencia concreta del padre en el hogar, imprescindible para respaldar la autoridad materna y para constituirse en el representante de la ley y el orden que la madre implanta en la vida del hijo – condición que, determina su institución como objeto padre- configura una valiosa experiencia para el niño, ya que la convivencia con el padre le permite llegar a conocerlo como un ser humano, incluso hasta el punto de descubrir sus defectos. Lo señalado anteriormente, nos permite indicar que cuando el padre asume las funciones propias de su condición el niño además de experimentarlo como un ser real y vivo y distinto de la madre también, puede verse enriquecido por sus cualidades positivas.
Las características positivas del padre enriquecen enormemente el mundo interno del niño dándole a su personalidad vitalidad y permitiéndole establecer diferencias con respecto a los otros hombres. De esta manera, el niño comienza poco a poco a ir construyendo su propio ideal. Veamos como lo señala el mismo Winnicott: Si el infans y el niño pequeño son cuidados de una manera estable, digna de confianza, la idea de la bondad y de un padre o dios personal y estable aparece en forma natural en el niño. La pregunta entonces es: ¿cuál debe ser la característica primordial de la figura paterna? si el padre es una figura débil dentro de la estructura familiar la relación del niño con la madre se orientará hacia la simbiosis y el padre será percibido por el niño como el ausente. Por el contrario, si la figura del padre es del hombre fuerte, estricto y responsable el niño encontrará las fuerzas necesarias para desarrollar los impulsos primitivos de amar, de experimentar la culpa y el deseo de reparar. Mientras que lo primero puede dar origen al narcisismo; lo segundo, podrá permitir el proceso de emancipación que dará al niño la posibilidad a la integración social. En este sentido, la figura del padre deber ser la de aquél que sabe ser amado, respetado, temido y, porque no, también odiado.
La relación del niño con el padre le permite construir su propio ideal del yo, que en primera instancia no es otra cosa que la identificación con la ley del padre. La segunda instancia de esta identificación con el padre pasa por ser un proceso emancipatorio donde el sujeto se da a sí mismo sus propias normas. Es decir, se constituye en padre de sí mismo. Cuando el sujeto no alcanza el nivel emancipatorio sino que permanece en el nivel identificatorio su ideal de yo permanece en un estado simbiótico que se va a caracterizar por su actitud perpetuadora de la ley del padre.
La ley del padre es sólo un eslabón de una gran cadena. El padre entrega al hijo su ley pero ésta ha sido recibida, a su vez, por su propio padre que la recibió de su progenitor y así sucesivamente. El ideal del yo comienza pues con un recibir del padre y se desarrolla en la identificación consigo mismo a través de la interiorización de la propia norma. El sujeto está llamado a identificarse consigo mismo, antes que con el deseo del otro, si desea ser él mismo en la relación con el otro. De ahí, que para el niño sea muy importante tener un padre fuerte antes que un padre débil.
Da una mejor ayuda a la estructura del psiquismo del niño tener un padre a quien respetar que uno débil que se limita simplemente a perpetuar las características maternas de la madre en la relación con el niño. Es necesario, pues, que el padre encarne en su persona las tareas que son propias de su condición como sostener a la madre, favorecer el proceso de identificación, estimular, soportar el sin-sentido, entre otras. La presencia del padre es fundamental para el proceso de separación del niño con respecto a su madre. Esta separación para que ayude realmente al niño en su proceso de identificación no ha de hacerse con fines defensivos sino emancipatorios. Winnicott señala que la separación hecha con fines defensivos no permite al sujeto diferenciarse como tal.
Un padre fuerte permite al niño procesar lo que siente hacia los demás. Cuando el padre es el miembro débil de la pareja, como lo señala Winnicott, el niño inhibe masivamente sus impulsos y su espontaneidad por temor a su propia destructividad. El niño introyecta la figura paterna, cuando esta corresponde a la de una figura débil, el control de los propios impulsos ocurrirá de manera precoz, convirtiéndose el niño también en un ser débil en las relaciones con los demás.
Cuando sucede lo contrario, la figura del padre es la de un ser fuerte, el niño tiene la posibilidad de ser más asertivo en sus relaciones. Cuando el padre está ausente, como la figura que corrige o impide que suceda algo malo, el niño no logrará arriesgarse a la supervivencia sin el lazo con su madre y sus actos, en este sentido serán más el resultado del impulso que de la diferenciación con lo cual acarreará consigo una gran confusión pues termina dañando al ser que más ama. El niño necesita del padre como modelo vivo y cercano que le permita reflejarse y aprender los patrones de relaciones con los demás. El varón necesita del padre para construir su propia identidad masculina. La mujer lo necesita en cuanto le ayuda en su proceso de feminización. Independiente de lo anterior, si el padre no está presenten la vida del niño para establecerle límites, para corregirlo e impedir que ejecute acciones en contra de los otros, el niño tendrá dificultades para arriesgarse en el proceso de supervivencia con respecto a la madre. Con respecto a la madre, el niño experimenta el sentimiento más paradójico de todos, mientras que ella es el ser que él más ama y el que más le ha protegido es, también, el más odiado por el niño y ante quien más experimenta él necesidad de distanciarse para poder ser él mismo. Sin la presencia del padre, el proceso anterior es confuso para el niño a quien le va a costar muchísimo resolver la paradoja.
La figura del padre es central en el proceso de diferenciación del niño con respecto a su madre. Este proceso se realiza a través de una secuencia larga y variada de transformaciones, más parecida a una duplicación meiótica que a un parto humano y que, de ser vivido como una madre extraña y angustiante, con características tal vez siniestras, gradual y progresivamente el padre llega a ser percibido y aceptado como un aspecto dicotómico de la madre externa. El padre enseña al niño la capacidad de controlar sus impulsos, a postergar en el tiempo la gratificación y a resistirse a actuar para gratificarse en un momento determinado. Además de lo anterior, aunque parezca paradójico por estar actualmente en el plano social más ligado a la función materna, el padre enseña la capacidad de registrar los sentimientos de las otras personas, a tenerlos en cuenta y a generar empatía hacia ellas. El padre también marca como ser sexuado, varón o mujer, al niño. El padre asigna lugares y roles en la familia, protege el encuadre familiar y discrimina las alianzas que se establecen con la familia materna. Es el padre quien promueve la salida de los hijos del hogar y el que les permite hacer su propio proyecto de vida; es el padre, quien asegura la apertura de la familia a la sociedad. A mayor presencia del padre en la vida del niño mejor es su proceso de individuación con respecto a la madre; su ausencia haría más conflictivo dicho proceso.
Psic. Jorge Caballero
Fundación Nuestra Casa